Un recorrido a través de la panza del rumiante de Alcudia de Veo con el Club De Espeleología L’Horta
"La lava, porosa en ciertos lugares, presentaba pequeñas ampollas redondeadas: cristales de cuarzo opaco, adornados con límpidas gotas de vidrio y suspendidos en la bóveda como lámparas, parecían iluminarse a nuestro paso. Se hubiera dicho que los genios de la sima iluminaban su palacio para recibir a los huéspedes de la tierra".
Julio Verne, Viaje al centro de la Tierra
16.08.12. Ahí estaba. A oscuras. Había apagado los LED de mi casco para poder
concentrarme en el rumor del agua. Acuclillada precariamente contra la pared de
la galería, agucé el oído esperando
escuchar el viaje de una furtiva gota en caída libre desde el techo. Esa gota
de agua que, a lo largo de varias eras
geológicas, había ido esculpiendo sobre mi cabeza la historia de la Tierra. Y
sí, sentí una gota, tibia, en la mejilla. Una lágrima. Abrí los ojos y orienté
la luz hacia el techo para contemplar por última vez las estalactitas azules cuya
visión me había producido
una emoción incontenible. Me sentí privilegiada. Tan sólo había otra cueva en
España, al menos hasta donde mi conocimiento alcanzaba, con semejantes tesoros
azules. Pero ésta quedaba en Asturias, en las inmediaciones del pueblo de
Oceño, a muchos kilómetros de distancia.
Estalactitas azules |
Hacía unos minutos que el resto del equipo de espeleólogos había vuelto
sobre sus pasos para proseguir con la exploración y no tardarían en regresar a
por mí. Apoyándome en una estalagmita alta y gruesa, columna natural a medio
construir, me incorporé y avancé un par
de metros en su busca. A la izquierda, en una hoquedad al alcance de mi mano,
se habían formado estalactitas delgadas y puntiagudas que recordaban afilados lapiceros
y cuya punta exudaba un diamante de agua. Me quité los guantes y recogí una
de aquellas gotas relucientes con la yema de los dedos. La variedad de colores y formas, desde la tonalidad
aguamarina del carbonato de cobre a los colores terrosos del hierro, componía un
cuadro de singular belleza.
Bóveda de estalactitas |
Al poco, vi asomar la llama del carburero de Javi que arrojaba una intensa
luz amarilla y de halo redondo. “No sabíamos dónde estabas, no te entretengas”.
Le pedí perdón al presidente del club y volví tan apresuradamente como pude a
mi posición en el grupo, detrás de él y delante del fornido Jesús, a quien se
le había encomendado la penosa tarea de velar por mi seguridad. Acabábamos de
abandonar la sala de las banderas (bautizada así por la abundancia de dichos
espeleotemas) y nos dirigíamos ahora al final de la espelunca.
El nivel del agua había bajado bastante con respecto al principio. Cuando atravesamos la boca de la cueva, una
grieta de apenas 3 x 1.5m de ancho, el agua nos llegaba a la altura de las
rodillas y, a medida que la gruta nos engullía, el nivel fue ascendiendo hasta
el cuello, de modo que hubimos de avanzar a nado varios tramos. A pesar de
encontrarnos en plena ola de calor estival, mi doble capa de neopreno de 2.5
mm, uno largo y otro corto encima a manera de jubón, se hacía un mal necesario.
Sala de las banderas |
Me movía con la inseguridad y lentitud de una neófita, buscando, a veces a
tientas, una buena secuencia de agarres para pies y manos entre las brumas del
vapor de nuestro aliento y reprimiendo de vez en cuando una ligera sensación de
claustrofobia. Estábamos en un paso de estrechos y agradecí que la corpulencia
de mis acompañantes los obligara a avanzar despacio. La cavidad tenía una longitud total de 318m
con un desnivel de 13m. Acostumbrada al
casco de escalada, empezaba a acusar el peso extra del de espeleología y a veces se me quedaba atorado entre las
paredes. Me dio por pensar que sería parecido a cómo debía sentirse un bebé pugnando
por atravesar las caderas maternas. Poco después de remontar una pequeña
cascada de agua de unos 2m de altura llegamos a nuestro destino final: un lago
subterráneo más allá del cual se abría el sifón de mayor tamaño de la cueva,
punto de enlace con la última galería descrita. Un hilo guía se adentraba
en las profundidades pero ninguno de nosotros estaba capacitado para
intentarlo, salvo Juan “sin miedo”, el más veterano del grupo, quien lo había
superado en varias ocasiones sin la más mínima noción de espeleobuceo ni otro equipamiento
que el neopreno, cosa totalmente desaconsejada. Pero bueno, ya se sabe, a los
de la vieja escuela normas aparte.
Atravesando los estrechos |
El camino de vuelta, siguiendo la corriente de agua, se hizo más corto, tal
vez por la euforia de haber completado la travesía subterránea sin grandes
percances, a excepción de un pequeño apuro que pasé en un sifón y que me
dispongo a relatar ahora. A la ida había superado sin dificultad dos pequeños
tramos sifonados, el primero incluso con un pequeño espacio de aire. Sin embargo,
al llegar a la zona de la cueva señalada con la flecha roja en el croquis,
topamos con un sifón más grande, de unos 3m.
Era consciente de que ésta iba a ser la prueba más dura, dónde realmente
iba a verle los cuernos al Toro. Y
así fue.
Cascada subterránea |
Jesús me alumbraba desde la
retaguardia y me sumergí para inspeccionar visualmente el paso y detectar
posibles zonas de riesgo, sobre todo salientes de roca que pudieran infligir
algún corte. Desde esta primera inmersión, constaté lo difícil que resultaba
hundirme y contrarrestar la flotabilidad del neopreno, que para colmo era doble
en mi caso. Jesús me recomendó agarrarme a la roca para impulsarme hacia abajo
pero me costaba un esfuerzo sobrehumano. Era la lidia contra el Toro. Y como
dicen que a la tercera va la vencida, en el tercer intento y a sabiendas de que
mi apnea es bastante limitada, me impulsé con toda la fuerza que pude y conseguí
pasar el cuerpo hasta la cintura. Pero con tan mala suerte que una de las
cintas que llevaba para entallarme el neopreno se me enganchó en la roca,
dejándome atrapada. Por un momento, me invadió el pánico, se acababan las
reservas de oxígeno en mis pulmones y no sabía qué me estaba reteniendo allí
abajo. Apelé entonces al instinto de supervivencia, me palpé el traje y
forcejeé, enseguida noté como la cinta se soltaba rápidamente y me dejaba
libre. Cogí la mano que Juan me tendía desde el otro lado, necesitaba aire urgentemente
y al sacar la cabeza di unas cuantas bocanadas con desesperación. Es curioso
cómo puede dilatarse el tiempo en estas situaciones.
Inspeccionando el sifón |
Al volver, y con el desagradable recuerdo todavía fresco en la memoria,
opté por vadear este sifón por un paso lateral (v. croquis abajo) y no
exento de cierta dificultad, atentos aquellos que no hayan practicado escalada. Dos cortas inmersiones en los sifones que quedaban y al fin,
recortándose a contraluz, la boca del Toro, por donde abandonamos, satisfechos,
sus entrañas. El cielo, de azul brillante, me acogía de nuevo en su seno. No
pude evitar acordarme del alivio que debieron experimentar los mineros chilenos
al volver a ver la luz del sol después de permanecer más de 70 días atrapados
bajo tierra.
Con las botas encharcadas emitiendo una embarazosa sinfonía, nos
desprendimos de los cascos y tomamos una foto de grupo con el disparador
automático de la cámara subacuática. Teníamos que inmortalizar nuestro pequeño momento
de gloria.
Club Espeleologia l'Horta. De izqda a drcha: Jesús, Javi (abajo), Noelia y Juan. |
La cueva de “El Toro” había sido mi primera incursión en el universo de la
espeleología. No sería la última.
INFORMACIÓN DE INTERÉS:
- Topografía de la cueva: Atención a las bifurcaciones, hay galerías sin salida.
- Díptico informativo:
- Ruta wikiloc en automóvil desde el club (Paiporta) a Alcudia de Veo. Dejamos el vehículo en el punto de destino y bajamos por una ladera siguiendo la señal : "Fuente del Toro" por el barranco de Chelva. Domina el paisaje de alcornocales:
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